ENTRE LA ESPADA Y LA PARED
Por Alfredo Bielma Villanueva
Por Alfredo Bielma Villanueva
Ya encarrerado el siglo XX, la década de los ¨60 en México fue una época de reflexión a partir de los acontecimientos que anunciaban claramente el fin de los colonialismos y la consolidación de la bipolaridad protagonizada por los Estados Unidos y la URSS. Cambios planetarios que olían a Revolución, lo que implicaba, aunque no necesariamente, un paso hacia adelante en la procuración de mejoras en las condiciones de vida de los habitantes de cada país liberado.
Para entonces en México celebrábamos los primeros 50 años de nuestra Revolución nacida con el Siglo y casi obligada por la ya larga estadía de un solo hombre en el poder. Pero ya en la segunda mitad de la centuria se ponían en entredicho los alcances del movimiento armado de 1910, pues ahora convertida en gobierno despachaba las protestas encarcelando a quienes se atrevían a manifestarle su inconformidad.
El régimen político daba signos de cansancio prematuro y de intolerancia pues había dispuesto como instrumento de respuesta a las exigencias sociales el garrote de la represión, oculto tras la norma que establecía el delito de “Disolución Social”, aplicable a todo aquel que bordara en las márgenes de la inconformidad y la protesta.
El nuestro fue un movimiento social al que acompañaron por un trecho de sus inicios la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa de 1917, aunque nuestra Revolución llevaba la delantera ya que por sus expectativas sociales auguraba prometedoras esperanzas. El doloroso parto nacional había ensangrentado el suelo mexicano con la vida de los grandes generales, aquellos que después de la caída del dictador bregaron por apuntalar la etapa institucional de esa revolución y en el intento encontraron la muerte. Así fueron desapareciendo del escenario nacional, Madero, Pino Suárez, Felipe Ángeles, Zapata, Lucio Blanco, Carranza, Villa, Arnulfo R. Gómez, Francisco Serrano, etc., en una ensangrentada cadena de asesinatos que se cerró con la muerte de Obregón en La Bombilla. Calles, el sobreviviente, inaugura la etapa institucional.
La Hacienda de Chinameca en donde entramparon a Zapata, Tlaxcalantongo en donde emboscaron a Carranza, las Calles de Hidalgo del Parral, Chih., aún guardan el eco de los disparos que acabaron con la vida de Francisco Villa; en Huitzilac las cruces recuerdan la cruel masacre contra Francisco Serrano y sus trece acompañantes. La Bombilla, el sitio de reunión política por excelencia en el Distrito Federal, atestiguó que ni el más poderoso está exento de perder la vida cuando hay otro que está decidido a cambiarla por la suya. Un homicidio que terminó, como por encanto, con el rosario interminable de los magnicidios. Son acontecimientos y lugares en donde se tiñó de rojo la historia patria. No precisamente sangre de mártires, sino de hombres de acción que sucumbieron en la lucha por el poder, convertido éste en la antorcha cuya posesión en relevo parecía premiarse con la muerte.
El lirismo de los actos cívicos habla de héroes, porque de alguna manera de tenía que crear el panteón de nuestros hombres ilustres. Tan arraigada está en la memoria del mexicano la forma en cómo murieron esos próceres que pudiera concebirse que los trágicos episodios fueron el pasaporte a la historia. Acaso en ese siniestro escenario se inspiró el vate veracruzano Salvador Díaz Mirón para poetizar: “el mérito es el naufrago del alma; ¡vivo se hunde, pero muerto flota!” Ciertamente, la lucha por el poder político escribió la historia de la Revolución Mexicana con tinta roja.
¿Todo para qué?, se preguntarán los pesimistas al observar el panorama en el que está entrampada la sociedad mexicana mientras que su gobierno se debate entre las crisis de seguridad y la económica. En la actual disputa política se le recrimina al gobierno haber desatado una confrontación de la que hasta ahora no ha salido muy bien librado y sí, en cambio, ha abierto la caja de Pandora de donde la pus de la corrupción y de la impunidad han brotado con impetuosa fuerza.
Desde la comodidad de la inacción se cuestiona si no hubiera sido mejor empezar por adecentar los corrompidos cuerpos policíacos para después, ya saneados, con ellos emprender la guerra contra el crimen y no sacar inopinadamente al ejército a las calles. Cientos de “hubieras” se escuchan y todos, casi al unísono, promueven las críticas contra el gobierno, lo mismo priístas que perredistas, como si esto fuera un asunto de partidos políticos y pudieran hacerlo mejor. Del PRI hay constancia que no tocó ni con el pétalo de una rosa el problema del narcotráfico, es más, lo dejó crecer. El PRD y colaterales solo teorizan para llevar agua a su molino.
Hasta la década de los ¨90 del Siglo XX mexicano tres partidos habían gobernado el país a partir de la “etapa institucional”: El PNR, el PRM y el PRI. Este último sufría un acentuado deterioro víctima del rechazo social y de la escasa credibilidad de la clase política emergida de sus filas. Salinas de Gortari creó el IFE atendiendo a la presión ciudadana que venía exigiendo procesos electorales confiables; era una manera de darle al pueblo la oportunidad de un cambio pacífico a través del voto. Por ello se legisló en materia electoral y se fortaleció al IFE “ciudadanizándolo”. El ensayo avanzó positivamente y, en vez del rifle, con el Cofipe al hombro, se logró la alternancia en el gobierno.
Sin embargo, el abanderado de la alternancia devino en un gobierno inepto e irresoluto y tras seis años perdidos quien lo relevó entró al escenario con calzadores, y para demostrar resolución dio un golpe de autoridad y echó mano del ejército para combatir al submundo de las drogas.
Se dice en Ciencia Política que el Estado es el que mantiene el monopolio de la violencia y que es el dominio de una clase por otra. No se requiere de doctorados en ésa disciplina del conocimiento para entenderlo así, pues la realidad avisa que quienes deciden se cuentan en número reducido. En esos términos, hablar de democracia (gobierno del pueblo), es caminar hacia la utopía, porque está visto que el dominio lo mantiene una oligarquía, y de ella forman parte quienes por estrategia para obtener el poder, no precisamente por vocación negociadora, le ofrecen al gobierno, no sin regatear, la adhesión necesaria para combatir con éxito al crimen organizado.
Inútil ignorar que la ingobernabilidad es una sombra que se ensancha cada vez más sobre el territorio nacional y que la guerra contra aquel poder fáctico orilla cada vez más al gobierno a entregarse en brazos del ejército, único bastión en el que se apoya. Panorama atroz para una sociedad sometida a la decisión de estas fuerzas, porque las instituciones encargadas de proporcionarle seguridad en base a una auténtica procuración e impartición de justicia están en el más grave de los entredichos, entre la impunidad y la corrupción. Si queremos conservar las instituciones emanadas de la Constitución General más vale que la sociedad civil, el gobierno, la clase política y el ejército formen un frente común. En este escenario, para nuestra tranquilidad, habrá que encomendarse a la tradicional lealtad del ejército hacia las instituciones de la república.
alfredobielmav@hotmail.com
Febrero 2009