La fruición del poder y el festín
Alfredo Bielma Villanueva
En
enero pasado reflexionábamos acerca del posible estado anímico y político de un
gobernador en trance depresivo después de haber cabildeado abiertamente por uno
de sus allegados – Alberto Silva Ramos- para convertirlo en candidato del PRI
al gobierno del estado, y por ende su sucesor. Designado; fue un proyecto
frustrado por una diversidad de factores entre los que destaca el activismo
político de los senadores José Yunes Zorrilla y Héctor Yunes Landa y, por
supuesto, el deteriorado prestigio del gobierno provocado por la inexistencia
de resultados, y en ese contexto se ha convertido en un lastre para el PRI.
También
puntualizamos el que por instinto de sobrevivencia el gobernador “tiene que
apoyar con todo lo que sea posible a quien menos oportunidades le concedía. Una
situación de la que habrá de extraerse enseñanzas, y una de ellas señala hacia
la historia, guía y maestra que enseña que en política el que se enoja pierde”.
Semanas más tarde estamos comprobando que el cúmulo de circunstancias
desfavorables al gobernador Duarte de Ochoa lo ubica en el vértice de la
discusión pública que en pleno proceso electoral para nada es favorable al candidato
del Partido Revolucionario Institucional. Por esta razón para nada es
irrelevante si Duarte concluye o no su periodo, aunque esto último no depende
de la voluntad general, ni de la inquina de sus “detractores”, ni del propio
Duarte, y lo que se decida que sea lo que mejor convenga a los veracruzanos.
Pero
la dura contienda electoral en proceso refleja tensiones acumuladas y obliga a
adoptar estrategias no siempre alentadoras para alguna de las partes. Es
destacable la aseveración de Héctor Yunes sobre que aplicará la Ley
anticorrupción sin distingo alguno, incluso contra el gobernador; lo ha
afirmado antes, pero suena distinto que lo exprese un candidato del PRI al
gobierno del estado; pero los antecedentes lo explican.
Para
nadie de quienes participan en la cosa pública de Veracruz pudiera pasar
desapercibido que entre el gobernador Javier Duarte y el ahora candidato del
PRI, Héctor Yunes Landa, no existe química alguna, la empatía entre ambos es
inexistente, según es posible advertir en gestos y discursos. Han sido muchos
los desencuentros entre Yunes Landa y Duarte de Ochoa, devienen, por lo menos,
desde la sucesión del 2010 cuando Fidel Herrera obstaculizó a Héctor Yunes la
oportunidad de registrarse como precandidato al gobierno, pues no encajaba en
su proyecto y ya era manifiesta su decisión a favor de Javier Duarte de Ochoa,
quien ha estado al frente del gobierno a partir del 1 de diciembre de 2010 y
durante cinco años ha transitado en una gestión sin claroscuros, simplemente
con más pena que con gloria.
Por
inexperiencia, acaso también por el súbito escalamiento que en solo seis
años llevó a Duarte de Ochoa de la sima
a la cima del poder, para nada se duda que fue víctima del síndrome de las
alturas en donde el mareo es una de las señales más destacadas. En descargo
habrá que reconocer que la escuela en que incursionó no fue la mejor y que su
guía y maestro representa lo más negro del priismo en México; porque tener al
patrimonialismo en el ejercicio del poder como paradigma no es buena señal, y
fue posible confirmarlo por en el acentuado apego al Spoil System utilizado
para integrar al equipo de colaboradores. Pero, además, poco es posible
recomponer cuando aún con asesores que devengan sumas millonarias en sus
emolumentos son ignorados por quien pretende ser Juan Camaney.
Gesto adusto, acompañado con decisiones
devenidas de la ocurrencia o de actitudes viscerales demostraron que la mesura y
el equilibrio estaban ausentes en la difícil tarea de gobernar. Aún está fresca
en la memoria- apenas en diciembre pasado- la expresión de Duarte de Ochoa ante
periodistas a quienes expresó que “regaló” la caña de pescar al senador Yunes
Landa con la recomendación de pescar peces gordos enfrente, y explicó “fue
porque me desesperó, me llenó el vaso”. Esa fue la expresión de un gobernador
que lucía con arrogancia la supuesta responsabilidad delegada por el presidente
de la república para decidir su sucesión. “Soy el único amigo veracruzano que
tiene el presidente. Esa es una gran responsabilidad”.
Era
evidente que el gobernador se sentía en la plenitud “del pinche poder” y por lo
mismo no podía permitir que un precandidato, en este caso Héctor Yunes,
“madreara al gobernador priista”, la “línea de flotación del partido”, y Héctor
estaba “escupiendo para arriba”; esa estrategia, decía Duarte “es una
plataforma gastada”. Y fuera de todo contexto real Duarte asumía: “al momento
de tomar la decisión, la voy a tomar con la cabeza. Bien me dijo el presidente,
no me puedo equivocar”. (Tomado de la narrativa de Arturo Reyes Isidoro).
Es un
axioma contundente el que refiere que “el poder obnubila”, y Duarte no es la
primera víctima de esa extraña energía que aloca a los hombres. Nada que
lamentar si no estuviera en juego el destino de millones de veracruzanos a
quienes la justicia social le fue denegada durante ya casi doce años.
En fin,
lo que ahora ocurre en Veracruz se incorpora al rango de lo inédito, al menos
para las generaciones de políticos que ya van de salida y nunca, hasta ahora, vivieron
lo que acontece en la entidad en materia de sociedad-gobierno. Al gobernador
Duarte de Ochoa se le vino el mundo encima: tiene a gran parte de la clase
política en contra, y por si fuera poco a una sociedad ya indiferente a lo que suceda
con su gobierno pues nada ha hecho para merecer el aplauso público. Tan sombrío
es el panorama que en el escenario electoral los candidatos a sucederlo
anuncian medidas anticorrupción en las que el mandatario actual podría ser
actor principal en el reparto de culpas. La fiesta del poder ya terminó, los
días de vino y rosas quedaron atrás, ahora es la resaca y toca recoger las
varas de los fulgurantes cohetes detonados en tiempos de la pirotecnia del
poder. Pero los comensales, una vez satisfechos del convivio del poder han
emigrado dejando sólo a quien los invitó al festejo. “Así transita la vida por
el mundo”, decían en la Roma imperial.
25- febrero-
2016.