SOCIEDAD CIVIL

Por Alfredo Bielma Villanueva



En tiempos de la república errante, simbolizada en el itinerante carruaje juarista, las elecciones cubrían el expediente constitucional que también era simbólico porque, decía Juárez, los comicios debía organizarlos el gobierno porque de otra manera no sería posible que los hubiera. Durante el Porfiriato el argumento demostrativo de que México no estaba preparado para la democracia basaba su aserto en que no había pueblo político, es decir, ciudadanos capacitados para entender el significado de una elección. Esa fue el ancla que Porfirio Díaz manejaba para explicar su larga permanencia en el poder. Una falacia, porque aún después de haberle declarado a Creelman que una vez preparado el pueblo para la democracia él se retiraría de la presidencia aceptando la organización de partidos no afines, finalmente incumplió su palabra y se reeligió por última ocasión en 1910, levantando las generalizadas protestas de quienes habían creído en su palabra. El pasto estaba seco y el llano se encendió.

Después, durante muchos años empleamos el término de “pueblo” para referirnos a la población ajena a la política pero íntimamente ligada a los procedimientos de ese orden. El desarrollo económico y político, aunado a los acontecimientos sociales, devino en transformaciones y ahora hablamos de Sociedad Civil, cualquiera cosa que esto signifique. En nuestro país el término no tiene mucha edad. Que se recuerde, se utilizó en 1985 cuando el terremoto que asoló a la Ciudad de México despertó la solidaridad de quienes pronto acudieron a las labores de rescate y de apoyo a las víctimas. Se habló de la reacción de la Sociedad Civil para enfatizar la retardada repuesta del gobierno de De la Madrid para organizarse y hacer presente al desastre físico y humano provocado por tan infausto acontecimiento.

En el siglo XIX, Hegel, el filósofo Alemán, definía a la Sociedad Civil como la expresión egoísta de los particulares, en contra de la vocación de servicio, universal, del Estado. Sin embargo, en nuestros tiempos, en México al menos, conceptualizamos el término como el interés generalizado de la sociedad enfrente de la acción del Estado. Esto último se deriva del contraste que en el fondo subyace entre la clase política y la sociedad que califica aquella como corrupta, ineficiente, mentirosa, etc.

Quién no recuerda la larga estela de elecciones fraudulentas que llevadas a cabo durante todo el siglo XX mexicano. Casillas vacías pero con urnas repletas de votos sin respaldo ciudadano; comicios organizados, como en tiempos de Juárez, por el gobierno. Con su órgano rector, juez y parte, la Comisión Federal Electoral (1958-1989), encargado de aportar hasta el último detalle para cohonestar elecciones que demostraban nuestros “avances democráticos” caracterizados por su elevado e inocultable abstencionismo. Círculo vicioso generado por el conocimiento anticipado de los vencedores, que no eran otros que los candidatos del Partido Revolucionario Institucional.

Ciertamente hemos dado un buen salto; ahora la competitividad electoral es manifiesta y no pocos son quienes ignoran a ciencia cierta el resultado final de una elección; lo que no necesariamente avala una auténtica madurez ciudadana. Significa, sí, una transición hacia la democracia, que solo será posible en la medida en que la ciudadanía participe con mayor intensidad en los procesos políticos y en el diseño y la implementación de las políticas públicas. De esto último hubo un ligero esbozo en aquel programa de Solidaridad que Salinas de Gortari implementó con cierto éxito, sobre todo por la relevante convocatoria que despertó en la población haciendo que ésta participara en la realización de la obra pública en sus comunidades.

Que la gestión de la obra pública no se estacione en la decisión unilateral de la clase política o gobernante debe ser un objetivo para ganar el privilegio de decidir el destino de la comunidad, prerrogativa no alcanzada debido a la inercia histórica de abandonarla en mano de los políticos. Lo contrario no significa necesariamente una permanente discrepancia u oposición entre ambas instancias, nada sería mejor que la armoniosa colaboración de esfuerzos unidos entre gobernantes y gobernados.

La clase política no debe ser necesariamente concebida como una entidad enfrentada a la sociedad civil, pues es su viva expresión. La separación de ambas y aún más, el enfrentamiento corresponde a una etapa de cultura ciudadana inmadura, una democracia sin ciudadanos, sin pueblo político, entendido esto último como insuficiente conciencia de la población acerca del significado de sus procesos políticos y electorales.

Es más que obvio que vivimos un subdesarrollo político propiciado desde el poder aunque auspiciado por la escasa o nula participación ciudadana en los menesteres políticos electorales. Ello provoca alto grado de desconfianza en la acción de los partidos políticos y, peor aún, en integración y el funcionamiento de los órganos creados para organizar y vigilar las elecciones. No sucedería si permaneciéramos atentos a ese acontecer, lo contrario solo indica el subdesarrollo político. ¿Somos nosotros una sociedad civil madura para decidir nuestro Destino en común por la vía electoral? Ya falta poco para comprobarlo.


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Mayo 2010