CONFRONTACIÓN DE IDEAS

Por Alfredo Bielma Villanueva




Ni moral ni legalmente está inscrito en nuestra cultura política el que las promesas de campaña obligatoriamente se cumplan, esto da pie para que los pretendientes a un cargo electoral se recreen ofreciendo grandes expectativas en la confianza de que nadie podrá exigirle su consecución. En el 2000, sin rubor alguno, lo hizo Fox; más próximo, Calderón se autoproclamó “el presidente del empleo”; más atrás, el último presidente de la hegemonía priísta en la etapa del agonizante autoritarismo, Ernesto Zedillo, ofreció “Bienestar para la familia”, aunque durante todo su mandato la población cuestionaba: “¿para la familia de quién?”, porque los beneficios jamás llegaron. Ni uno ni los otros le cumplieron a un pueblo acostumbrado ya a la inveterada mentira de sus políticos.


Pero la esperanza es la última que muere y en cada relevo de gobierno se renuevan ilusiones. Los tiempos en los que las elecciones las ganaba un solo partido ya están en la historia, parte de las viejas prácticas se han ido también; a cambio, otras sobrevienen como signos de una mayor competencia.


No ha mucho, obligados a guardar las formas porque la ciudadanía estaba más demandante de procedimientos democráticos que nunca, los estrategas de la sucesión priísta, para muestrear públicamente a aquellos a los que vox populi consideraba como precandidatos del invencible PRI, idearon las famosas pasarelas a partir del gobierno de De la Madrid. Era una novedosa rutina que ahora se antoja hasta rústica.


En la sucesión presidencial de 1994 se inauguró el debate entre los aspirantes de los diferentes partidos políticos. Algunos dejaron pelos en la cerca, como cuando el candidato priísta, Ernesto Zedillo, salió bastante raspado, a grado tal que Diego Fernández de Cevallos, el candidato panista, desapareció de la arena política por algunos días, pues sus momios políticos se habían elevado a tal grado que corría “el peligro” de ganar la elección, y no era precisamente esa la idea del presidente Salinas de Gortari.


El anterior es un caso paradigmático que ejemplifica el riesgo de un debate y, a la vez, el grado de utilidad que representa para quienes esgrimen la retórica y hasta la mentira con maestría; allí está el caso de Fox, ¿quién no recuerda aquel famoso “hoy, hoy, hoy” foxista que ganó las ocho columnas en los diarios de México un día después del debate de Mayo del 2000? Hay una gran gama de situaciones que ejemplifican que un debate entre aspirantes no se reduce necesariamente a poses exhibicionistas.


Sin embargo, no escapa al análisis la diferencia que existe entre ser el adversario a vencer y el de ubicarse como el candidato con posibilidades de triunfar. En esta diferencia de tesituras estriba el quid de la estrategia de presentarse o no a un debate. Por ello es explicable el rodeo que se le da a esa idea en el PRI veracruzano; en esa tesitura la definición más sensata la encontramos en el no tener nada que ganar y sí todo para perder. Más aún cuando el formato del debate-a pesar de los esfuerzos al interior del IEV- pudiera implicar el cuestionamiento acerca de los beneficios que el actual gobierno priísta deja a los veracruzanos.


En este renglón, una vez más se comprueba que el ejercicio del poder desgasta, más aún cuando el desdoro comienza. Aunque el modo en cómo manejó Fidel Herrera en estos últimos años sus relaciones con los medios le ha favorecido para no trasladar a la realidad un sin número de pendientes sociales, estos pronto brotarán a la luz. Controlando parcelas mediáticas, eventualmente ha evitado que se corra el velo de la realidad veracruzana, una verdad que pudiera deteriorar el supuesto capital político del que pudiera echar mano el candidato. De cualquier manera constituye una gran ventaja la disponibilidad de esos medios, que permanecerán alineados mientras no tengan que formar fila entre los acreedores de fin de sexenio.


Por lo demás, la confrontación de ideas entre gente civilizada siempre será saludable y constructiva. En Veracruz ya tenemos antecedentes de enfrentamientos de altura. Aunque no de índole electoral, por caso, sin ánimo de insinuar que todo tiempo pasado fue mejor, se recuerda que hace dos décadas, los abogados jalapeños Ignacio González Rebolledo y Julio Patiño Rodríguez sostuvieron un debate que trascendió a los diarios, allí cada cual defendió sus opuestos puntos de vista respecto de la aplicación de una reforma constitucional. Ventilaron sus respectivos enfoques ante la opinión de los conocedores y sin duda fue una controversia con exquisito sabor académico que levantó interés y movió a reflexión jurídica para deducir a quien de los dos asistía la razón. Indudablemente, ese sí fue un debate público de altura que terminó con un amistoso Punto y Aparte.


Como nada de lo que el hombre hace es acabadamente perfecto, en ocasiones se convierte el ágora pública en un auténtico herradero. Por ejemplo, ahora llena los espacios del entretenimiento público la actitud exhibicionista de dos abogados de eficiente desempeño y de buen éxito profesional, ellos hacen la historia melodramática de nuestro tiempo enfrascándose en mutuas acusaciones de barandilla, como si el tema en disputa tuviera alguna importancia social, pero en el fondo no son sino rutinas de la subcultura política, pueriles enfrentamientos muy propios de un circo de aldea tercermundista.


Así pues, cualquiera que observe la realidad sociopolítica de nuestro estado podría concluir que una campaña de proselitismo electoral ayuda para que los contendientes, a más de promoverse, tengan el baño de pueblo y para que se les conozca físicamente. También para que refresquen sus respectivas percepciones del Estado que pretenden gobernar; para que ausculten el estado físico del territorio, incluida la infraestructura urbana y rural. Para que escuchen peticiones y planteamientos de los sectores agropecuario, industrial y de servicios acerca de su realidad, al margen del discurso oficial.


En ese universo no estaría demás que la ciudadanía pudiera obtener una mejor apreciación respecto de los gambusinos electorales, antes de que emita su voluntad a través del voto; al menos para no salir después, como luego suele suceder, que “a chuchita la bolsearon”.


alfredobielmav@hotmail.com

Mayo 2010