CAÑA AMARGA

Por Alfredo Bielma Villanueva

El calcinante sol del trópico comienza su abrasadora tarea desde muy temprano, apenas despuntan sus primeros rayos y se extienden sobre el caserío y los verdes campos. En ocasiones el amanecer se acompaña de una espesa bruma que anuncia que el día será altamente caluroso; las garzas y las chachalacas desde muy temprano levantan el vuelo para trasladarse a sus espacios de alimentación, por la tarde, con la precisión de un reloj, regresan a sus respectivas moradas en un eterno ir y venir que la sabia naturaleza les ha agendado.


El silbato de la fábrica de azúcar se escucha a las 7.00 de la mañana, es el aviso previo a la entrada de los trabajadores del ingenio que relevarán en sus faenas a quienes entraron a sus labores a las 12 de la noche, tres turnos que cubren 24 horas porque la fábrica no se puede detener, va siempre al unísono con el ritmo de los cortadores de caña que desde el amanecer, previendo los intensos rayos solares, comienzan su dura y sudorosa jornada. Los molinos de nixtamal, las carnicerías, las verdulerías, los pequeños changarros abren sus puertas porque a esa hora ya hay gente en las calles ejercitando las pequeñas transacciones comerciales de las que puedan ser capaces.


Así inicia la rutina diaria de un pueblo de obreros, campesinos y pequeños comerciantes cuya vida está sujeta al ciclo que la naturaleza impone al cultivo de la caña. Cuatro meses de zafra al año se convierten en la sabia que da vida a las poblaciones que dependen de los ingenios azucareros; durante este periodo la empresa aumenta el número de trabajadores porque se juntan los de “planta temporal”, que sólo trabajan en zafra, con los de “planta permanente”, que al termino de aquella siguen laborando en labores de mantenimiento o de “reparación”, como también se les conoce a las faenas de preparación del ingenio para el siguiente ciclo.


En periodo de zafra, por el lado del campo, el corte de caña utiliza eventualmente más campesinos, que de todas maneras ya no son tantos por la tecnificación que, aunque tímida, con tractores y segadoras automáticas reduce sustancialmente el número de cortadores que antaño venían de lejanas tierras contratados para cortar la gramínea. Los propietarios de camiones para transportar la caña del campo al batey y los chóferes cierran el ciclo de empleados de la zafra. Hay pues, buena derrama económica durante el tiempo que dura la transitoria bonanza.


Ocho meses del año son del llamado “tiempo muerto”, durante el cual la población decae, como si invernara en pleno verano, y solo algunos salen a buscar trabajo, los más permanecen vegetando, viviendo de prestado para pagarlo en la zafra. Tiempos austeros en los que comprar una paleta “magnum” o intentar salir para un ligero viaje de recreo a la ciudad más cercana es un verdadero lujo, quizá hasta osadía, solo explicable por razones de salud.


Poblaciones como Cardel han logrado salir adelante con relativo progreso por razones de ubicación geográfica o, en este caso específico, porque es el centro comercial de toda una región y su impulso principal fue la planta de laguna verde. Además, recoge comercialmente la paga semanal de dos ingenios, en lo que compite con Ursulo Galván. En Lerdo de Tejada, la ubicación de dos ingenios, ha sido el promotor económico que generó múltiples actividades sucedáneas, changarros, fábrica de hielo, talleres mecánicos, que por ser el centro comercial recibe consumidores de Cabada y Saltabarranca; poblaciones también sujetas al cultivo de la caña y a una incipiente ganadería que no acaba de crecer.


Juan Díaz Covarrubias, del municipio de Hueyapan de Ocampo también está a expensas de los trabajadores del ingenio; la cabecera municipal vive del campo cultivando la caña y con ganadería incipiente. Son cientos de familias cuya economía está fatalmente ligada al destino del Ingenio Cuautotolapan. Una economía de subsistencia que sujeta y somete a la población al caprichoso ciclo de la industria azucarera cuyos propietarios que obviamente no padecen las molestias del calor, del polvo, de las enfermedades tropicales, solo piensan en aumentar sus ganancias. “Unos pocos contra muchos cuantos”.

Estas poblaciones están asentadas a orillas del huixtlacoyotol, un pequeño arroyo proveniente del raudal de veneros que lo nutren, nacidos en la sierra de “Los Mangos”. Vierte sus aguas ya no muy limpias en el “Río Grande”, como por allá se le dice al Río San Juan, que a su vez entronca con el Papaloapan.


En la memoria de los más ancianos viven con dolorosa nostalgia los tiempos idos, cuando aquella región era una selva. Lo asombroso es que, en términos de la humanidad, apenas han pasado 60 años y ya se perdió lo que a la naturaleza llevó siglos en construir. De aquél cristalino arroyo, pleno de vida, en el que convivía la “pepesca” con el “perro de agua”; en donde uno que otro lagarto disfrutaba de la apetitosa variedad de peces que enriquecían la dieta de obreros y campesinos del lugar.


El menú de alimentos se enriquecía con sólo traspasar los estrechos linderos del caserío; allí, el extenso llano estaba poblado de venados, conejos, tepezcuintles, armadillos y, por supuesto, de enormes serpientes, entre las que destacaban las de cascabel, el coralillo y la “sorda”, mejor conocida como Nauyaca. En la extensa campiña verdeaban el maíz y los cañaverales, algunos platanares ya plagados del “chamusco” y víctimas de las hambrientas tuzas. Pero había para todos en aquel vergel, rodeado de pantanos y lagunas plenas de camarón, lagartos y tortugas.

Los ricos montes fueron talados para sembrar la caña y extender la zona de abastecimiento del ingenio. El cedro, la caoba, el ébano, la Ceiba, el dagame, dejaron lugar para la gramínea, el signo del progreso.


La gente construyó sus casas en terrenos “de la empresa”; aledaños a la fábrica. Un caserío de angostas calles y estrechos callejones; sin agua entubada y sin drenaje, con un apagado servicio de energía eléctrica, que la empresa proporcionaba a los empleados y obreros, quienes tenían que auxiliarse con velas o, en el mejor de los casos, si bien iba, con lámparas de petróleo o de gasolina, según quien pudiera darse este último lujo.
Ya no existe aquel paraíso, “el progreso” lo extinguió. La llamada laguna del “macuil” fue drenada y en su otrora cuenca rica en camarón, caimanes y tortugas, ahora crece el zacate y la caña. Frutos “del progreso”.


La paradoja, cruel e insensible como suele ser cuando a cambio de la convivencia humana se destruye la naturaleza, es que aquella riqueza natural que se perdió no trajo en correspondencia beneficio equiparable a la población. Sí, hay escuelas, una clínica del IMSS y un consultorio del ISSSTE, los significados logros de la Revolución cuyo centenario nos aprestamos a celebrar.


Pero la población sigue sujeta, como moderno prometeo, al ciclo que la naturaleza le tiene marcado a la caña: 8 o 9 meses de “tiempo muerto” y tres o cuatro meses de zafra. Un ciclo de sádico ritmo, que no ha sido posible romper, y cuya causa pudiera atribuirse a la inercia inoperante de las autoridades, combinada con la displicencia de una población cansada de pedir y esperar “el progreso”.


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Septiembre 2009