EL PODER: ¿GÉNESIS DE LA DESLEALTAD Y DE LA INGRATITUD?

Alfredo Bielma Villanueva



Imaginemos el ambiente que prevalecía en la Roma del año 44 a C, cuando se fraguó el complot para asesinar a Julio César. En alguna gruta romana, a la luz de las antorchas acompañados con bien surtidos odres de vino rojo y muchísima discreción un grupo de distinguidos políticos, inconformes con el gobierno, armaba cuidadosamente la trama que acabaría con la vida de quien en ese momento regía los destinos del imperio.



Entre quienes encabezaban la conjura estaba Marco Junio Bruto, un “insospechado amigo” de la víctima de la conspiración, al que este había rescatado y perdonado cuando militaba en su contra y lo hizo gobernador de la Galia ascendiéndolo más tarde al cargo de Pretor. El emperador no dio crédito a los rumores de la conspiración, no concebía cómo alguien pudiera atentar contra quien por designio de los dioses encabezaba el gran imperio, ¡él mismo era un semidios!



Pero la traición se consumó en los idus de marzo (15 de marzo de 44 a C.) en la Curia de Pompeyo. De la escena del crimen trascendió a los tiempos la famosa frase que Suetonio registró como la exclamación de asombro de Julio César al reconocer entre sus asesinos a Bruto: “¿Incluso tu, hijo mío?” y que Shakespeare inmortalizó como “¿Y tu también, hijo mío?” Se entiende que se destaca la expresión para enfatizar que cuando la condición humana entra en contacto con el poder político inmediatamente le brota su tendencia hacia la traición, la deslealtad y la ingratitud.


Enfocado desde éste ángulo, no cabe duda que la participación de Bruto en el magnicidio contra su protector y amigo fue la primera causa de la consternación pública de su tiempo, resaltando la perfidia de quien incluso estaba emparentado con la víctima. Esta clase de traiciones se han registrado antes y después del asesinato de Julio César, de ellos la historia es plena; la traición de Judas y la ingratitud por negación de Pedro están entre las clásicas. En México no somos la excepción, anécdotas mil pudiérase contar como la de aquel destacado político a quien uno de sus allegados le comentó que su principal protegido se expresaba mal de él y sólo alcanzó a responder: “Algún favor le habré hecho”.


Quienes aseguran que conocieron a Luís Echeverría Álvarez en la Secretaría de Gobernación lo pintan como un hombre disciplinado, entregado plenamente al desempeño de sus responsabilidades. Dicen que desde que estableció la relación de subordinación con Gustavo Díaz Ordaz no permitía a sus colaboradores contestar la red interna y daba puntual marcaje a las salidas y entradas de su jefe para estar siempre al pendiente de sus instrucciones. No era adicto Echeverría a desayunar o comer fuera de casa o de oficina, para siempre estar presente en el momento que su jefe lo requiriera. Pero cuando se llegaron los tiempos de la sucesión presidencial sus más cercanos colaboradores empezaron a notar ciertos cambios en su conducta.


De pronto empezaron a observar alteraciones en su comportamiento, por ejemplo, ahora ya se reunía con intelectuales, algunos de ellos con posiciones muy críticas al gobierno, de los que había permanecido distante acatando las señales de su jefe. También notaron que cuando la red sonaba ya no resorteaba de su asiento para contestarla sino que permitía que otro la contestara en su lugar, era una ostensible variación en su patrón de conducta, algo raro sucedía a aquel personaje adicto a la disciplina más rigurosa. Ante el notorio cambio de actitud los colaboradores percibieron que eran signos favorables. Tal como ocurrió.


Después ocurrió el gran viraje de personalidad; el “yo” largamente reprimido surgió como la metamorfosis de la oruga en mariposa, otro ser muy distinto, ya no era el mismo, éste volaba. Tan abrupta fue la mudanza que lo puso en riesgo de perder la candidatura cuando en su campaña hizo una guardia de honor por los estudiantes caídos en el movimiento del 68, despertando la ira del ejército y el enojo presidencial, a tal grado que se comenta que Díaz Ordaz pensó en cambiar de candidato. No fue así, pero es obvio que la oruga ya metamorfoseada acusó el lance y, llegado el momento, hizo sentir el peso del poder que su ex jefe le había heredado, luego se dio el enfriamiento de las relaciones entre el antiguo e insospechable colaborador con aquel a quien había mostrado cabal docilidad.


En la ceremonia del relevo presidencial de 1976, después de que Echeverría hiciera entrega de la banda presidencial a José López Portillo, aquel quiso saludar a Díaz Ordaz y éste rechazó el gesto ignorando públicamente la mano extendida. Cuando se le preguntó al expresidente Díaz Ordaz acerca de qué le parecía la decisión de Echeverría a favor de López Portillo, con su reconocida ironía y despierta perspicacia contestó que “muy inteligente”. Intrigados por la respuesta, los reporteros insistieron ¿por qué? “Porque el sí supo escoger a su sucesor”.


Porque el poder no se comparte y Echeverría pretendía prolongar el suyo sobrevino el diferendo con su sucesor. De entre los longevos políticos ¿quien no recuerda aquella carta que José López Portillo hizo publicar en los diarios de circulación nacional cuando, ya expresidente, resistía los duros embates de que era objeto, permitidos por supuesto por Miguel de la Madrid su sucesor en la presidencia? en la carta se refería a Echeverría con una sola frase: “¿Y tú también Luís?”


Para confirmar la fragilidad de los valores de lealtad y gratitud en el ámbito del poder bastaría con recordar el patético enfrentamiento entre Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo, éste último señalado por aquél como su sucesor en la presidencia de la república, después del asesinato de Colosio. Una discordia de antología en la que sobresale el encarcelamiento del hermano incómodo del expresidente Salinas, ordenado precisamente por quien se suponía el heredero del proyecto político de la tecnoburocracia priísta.


Larga, casi inacabable sería la enumeración de casos en los que la gratitud y la lealtad han brillado por su ausencia, raros son los casos en México en los que un sucesor designado haya reconocido gratitud al benefactor. Pareciera que cuando la condición humana se ejercita en el poder la regla que se establece es la que prescribe el principio de subirse sobre la cresta de la ola de calumnias y medias verdades contra el que se fue para señalar distancias, aparentar ser mejor y empezar a recorrer el camino propio.


¿Será ésta, acaso, una fatalidad que deben transitar quienes tienen que decidir a favor de un sucesor al que entregarán el báculo del poder? ¿Un enigma como el de las tres vueltas que da el perro antes de echarse? O, quizá, ¿una venganza del destino simbolizada en el eterno círculo que forma la serpiente mordiéndose la cola?


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Diciembre 2008