CRECIMIENTO SIN DESARROLLO

Alfredo Bielma Villanueva



Hace casi un siglo, al pie de la sierra popoluca de “Los Mangos”, bajando de Catemaco, inversionistas holandeses fundaron un pequeño ingenio azucarero al que trabajaban por tres meses mientras se molía la caña sembrada para convertirla en azúcar. Concluido el proceso, cerraban la fábrica y se iban a su lugar de origen, de donde regresaban meses después para realizar la misma operación. Los obreros de la factoría denominada Cuautotolapan, S.A, provenían, por el río San Juan, desde la cuenca del Papaloapan, o por tren desde el Istmo de Tehuantepec.


Con el correr de los años la población se fue asentando y entre agricultores y obreros formaron un caserío al que los dueños de la factoría bautizaron como “San Juan Sugar”. Todavía en los años 50 del siglo XX era una zona rodeada por una intrincada frondosidad que continuaba la maravillosa espesura de la selva de Los Tuxtlas.


El pesado y calcinante sol obligaba a los pobladores de “San Juan Sugar” a cobijarse en la primera sombra que encontraban. Mosquitos, moscas y el chaquiste evitaban mantener los brazos y las manos quietas, aumentando así la sensación de calor. La pobreza obligaba a utilizar la misma “muda” por varias jornadas por lo que, cuando el calor y la humedad arreciaban, la ropa pegada al cuerpo olía al sudor seco y agrio de todos los días.


Pesada pero imprescindible prenda para el obrero eran los pantalones y las camisas de mezclilla, baratas y resistentes, que con su color azul oscuro ayudaban a ocultar la mugre y las manchas de aceite que por el trajín diario hacían constancia de su trabajo y aguantaban el uso rudo de toda una semana, para que el domingo fueran duramente fregadas aunque nunca despojadas de aquellas indelebles manchas.




Tierra de los llanos sotaventinos, rodeada de arroyos y lagunas plenos de flora y fauna silvestre, aguas ricas principalmente en mojarras, juiles, “pepesca, robalos y camarón. También en tortugas, lagartos y “perros de agua”. Naturaleza exuberante que cobijaba múltiples especies: lobos, coyotes, gatos monteses, tepezcuintles, armadillos, conejos, tuzas, venados; changos, guacamayas, chachalacas, garzas, águilas, halcones, gavilanes, zopilotes; víboras de cascabel, coralillos y nauyacas formaban una larga cadena alimenticia, parte del entorno natural de aquella pequeña población de no más de 500 gentes.


En un ambiente pleno de naturaleza viva el pensamiento mágico no podía faltar, las clásicas visiones nocturnas: “la llorona loca”, la “cochina encadenada”, “el jinete sin cabeza”, los “chaneques”, los “naguales”, que al mediar la noche recorrían las oscuras y lodosas calles del lugar; fenómeno que todos comentaban y temían aunque, curiosamente, nadie había visto, pero no faltaban los imaginativos que con lengua muy suelta describían sus visiones a su asombrada audiencia.


Por ese encanto no faltaban los consiguientes fetiches de “protección”, acompañados por los cotidianos hallazgos de vestigios prehispánicos entre los que abundaban infinidad de figuritas de barro. Sin duda aquel fue un importante sitio de asentamiento olmeca, como lo siguen demostrando los frecuentes descubrimientos, de cuya desaparición las autoridades del ramo son testigos de palo.


El lodo y la pertinaz llovizna del verano tropical eran un lugar común. Cuando el sol se ocultaba por un “temporal” que duraba semanas enteras se refrescaba el ambiente; pero a cambio venían los sabañones, las “niguas” y disenterías mortales, cuando no el temido tétano. El paludismo flagelaba a familias enteras, endemia fatal del trópico de aquellos años. Tal cual, la fiebre aftosa azotaba al ganado y brigadas enteras en Jeeps mandados por el gobierno federal se internaban en los fangosos llanos para combatir esa epidemia que mermaba los hatos ganaderos de la región y del país.


Cada año en la temporada de “las aguas” había que estar muy al pendiente de aquel pequeño y cristalino arroyo, afluente del Río “San Juan”, que por la fuerza de las lluvias se convertía en traicionero y peligroso caudal que arrastraba árboles sobre cuyas ramas, sirviendo de eventual balsa, se podían ver en convivencia obligada a peligrosas víboras, perros y gallinas; o bien reses y caballos muertos, hinchados ya, flotando en las peligrosa aguas color chocolate que bajaban con vertiginosa corriente desde la vecina sierra, formando remansos de letales remolinos.


Decenas de camiones cargados con plátano “Tabasco” permanecían varados por no poder cruzar el río hasta en tanto la rápida creciente no disminuyeran su caudal. Apenas reducido éste, niños y adultos conocedores del vado, por unos centavos conducían a los chóferes hacia la otra orilla evitando caer en fosas o atascarse en el fangoso lecho. También decenas de viajeros esperaban ansiosos a que la corriente menguara para transbordar en la otra orilla el autobús de relevo que los llevaría a su destino, con la secreta esperanza que la panga de Alvarado pudiera atravesar el Papaloapan, seguramente embravecido por la llegada de tanta agua de sus incontables afluentes.


Tiempos de un México del quinto mundo en el que los puentes escaseaban, por lo que viajar por aquellas “carreteras” de polvosas gravas que pintaban de colorado el pelo, rostro y ropas del viajante, era toda una aventura.


Alemán y Ruiz Cortines desde la presidencia impulsaron el progreso, llevaron esa única carretera hasta el sur y sureste del país. El país de la extrema pobreza.


Puerto México y Veracruz eran las metrópolis regionales entonces, qué alegría conocerlas, cuando se podía salir, así fuera por unas horas, de aquel candente hoyo. Visitar por unas horas a San Andrés Tuxtla y descubrir sus tejados y su mercado rico en frutos del campo y observar a tanta gente reunida para hacer sus compras y trueques. San Andrés era el paradigma regional, porque para Acayucan sólo en tren dando un rodeo que llevaba a Rodríguez Clara y a Achotal para llegar a la estación de Ojapa, Congregación de Oluta.


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Agosto 2007