LOS DÍAS DE PODER

Alfredo Bielma Villanueva


Todo gobierno requiere para su auxilio de elementos que entretengan, así sea fugazmente, a la población. Esto permite al gobernante trabajar en un clima de relativa tranquilidad que, aún los tiempos de paz, es necesaria. Principalmente cuando los problemas arrecian y, peor aún, no se tienen los recursos económicos para resolverlos.
Así ocurría, por ejemplo, en los últimos días del gobierno de José López Portillo durante los cuales, según confesión del propio ex presidente, ya no había mucho quehacer, que no fuera recoger criticas y reproches. Fueron amargos aquellos días finales de su gobierno, cuando había ya un presidente electo, una inflación galopante, una imparable salida de dólares y un radical enfrentamiento con los grupos económicamente poderosos del país.


Con amargura, confesaba el ex presidente: “Realmente, en perspectiva, sólo tengo decisiones amargas. Ya no tengo expectativas que manejar a cambio. Se me acabó la cuerda. Ahora puros manotazos hasta que termine mi responsabilidad. Puro perder y perder…Nada que alivie, pues las inauguraciones tienen un significado parcial, específico, que no compensa. (…) ¡Si contara con la Prensa!, pero como ya no hay elecciones, ni fútbol, Beirut se ha vuelto hábito y la guerra Irán-Irak se ha hecho vieja, las cabezas son para la inflación. Ni modo, adelante”

Un triste fin de un gobierno cuyos inicios, después de superada la desordenada herencia echeverrista, entró en una trepidante vorágine de ilusiones con avisos para “administrar la abundancia”, como frívolamente se anunciaba. El desenlace de aquellas desaforadas expectativas debiera ser asimilado por los gobernantes que con frecuencia olvidan que el pueblo, en base a las experiencias sufridas, antes de digerirlas mastica las promesas que retóricamente se le hacen.


La dramática lección que dejó el gobierno de López Portillo debiera servir a aquellos gobernantes que, sumergidos en el entusiasmo inicial de su desempeño, cuando priman los halagos, cuando se es víctima de las melosas mentiras que ficticiamente lo elevan al grado del endiosamiento, cuando la petulancia es tal que lo inclinan a olvidar que no es sino un común mortal, con virtudes y defectos como cualquiera otro y que sería mejor equilibrar ofertas con realidades para no caer en el caso de José López Portillo, que en sus mejores tiempos lució como el más conceptuosos de los oradores (que sí lo era), pero que privilegió tanto esta faceta que olvidó que vivía en el mundo de las falacias continuas.


También llegó al grado de sentirse el más galán de los presidentes, y lo pero es que se lo creyó. Lo que solo hubiera sido parte de la anécdota si los resultados de su gobierno se hubieran correspondido con los beneficios ofrecidos a un pueblo que supo de la grandeza petrolera, pero de la que sólo conoce sus perniciosos efectos.


Para el hombre público obnubilado por el poder es muy difícil aprender en cabeza ajena, aún después de las tristes experiencias; por ello vemos cómo los errores se repiten en cascada. Nunca es recomendable ofrecer más de lo que se puede hacer, porque por mucho que se realice siempre quedarán proyectos pendientes. Y no está por demás recordar que para la masa es más fácil recordar los ofrecimientos diferidos que las realizaciones.


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Julio 2007