ACUERDO POLÍTICO
NACIONAL
Por: Alfredo Bielma Villanueva



El Acuerdo Político Nacional, al que en 1995 llegaron los partidos políticos y el gobierno del presidente Ernesto Zedillo, es una muestra muy clara de la forma en cómo la realidad ha obligado a los gobiernos a actuar en consecuencia. Así se vio cuando López Portillo ejecutó su Reforma Política empujado por la enorme discordancia entre los sectores de la producción dejada por su antecesor respecto del gobierno y, desde luego, puesto en la necesidad de otorgar a las diferentes corrientes de oposición los canales institucionales para que, a través de ellos, expresaran sus planteamientos.

Lo vimos también con Miguel de la Madrid que se acogió al Pacto de Solidaridad Económica para resolver el estropicio económico-financiero que le heredó López Portillo después de la nacionalización de la Banca.

Lo observamos en algunos estados de la federación, Veracruz entre ellos, en los que una conflictiva realidad ha obligado a sus gobernadores a acudir al expediente de formalizar un Pacto o Convenio con las fuerzas opositoras para a través de él enmarcar sus diferencias y procurar los acuerdos para la gobernabilidad.

Con una presidencia en tela de juicio, Salinas de Gortari maniobró para concederle a los diferentes grupos de presión lo que con vehemencia habían peleado por décadas; la Iglesia y el gran capital tuvieron su parte correspondiente y los conservadores lograron un avance de consideración, que contribuyó con creces a la obtención de la presidencia de la república en el año 2000.

Ernesto Zedillo asumió la presidencia de la república tras de una fugaz campaña en donde el miedo fue el principal protagonista, pues había sido el candidato sustituto del Partido Revolucionario Institucional al que le habían asesinado a Luís Donaldo Colosio, su candidato original. La pugna por el poder que desató la muerte de Colosio y la aparición del movimiento Zapatista en Chiapas, aunada a la crisis económica derivada de “los errores de diciembre” tenían al régimen en ascuas, por lo que urgía una drástica toma de decisiones para atenuar el complicado panorama. Por esta razón, desde el inicio de su gobierno Zedillo planteó a las fuerzas políticas nacionales la necesidad de una reforma política que satisficiera las exigencias que la sociedad demandaba.

La reiterada insistencia del gobierno para que se aceptara su convocatoria a la reforma política se concretó cuando los partidos firmaron el Acuerdo Político Nacional, para avocarse a formular las reformas constitucionales, que hicieran posible la transformación a fondo de las instituciones electorales, hasta ese momento hechas ad hoc para favorecer al gobierno. Destacaba la idea de proporcionar criterios de equidad, objetividad y transparencia en los procesos electorales, dar término a la sobre representación en la Cámara de Diputados y fortalecer la pluralidad en el Senado, al que se le agregaron 32 miembros más electos por el principio de representación proporcional señalados en una lista nacional de los partidos.

En la primera experiencia electoral con la puesta en práctica de estas reformas, en 1997 se dieron cambios en el mapa político mexicano pues el PRI perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y en la elección para jefe de gobierno, que desde 1929 no se daba, es apabullado por el candidato del PRD Cuahutemoc Cárdenas. La Asamblea de Representantes, convertida ya en Asamblea Legislativa se integró por una mayoría de miembros pertenecientes al PRD.

En las elecciones del año 2000 la participación ciudadana fue de un poco más de 37 millones de votantes; es cuando el PRI pierde la presidencia de la república y la jefatura del gobierno el Distrito Federal. En correspondencia con la derrota en la elección para jefe de gobierno, el PRI también perdió la mayoría de las delegaciones de la Ciudad de México ante el PRD.

En la provincia mexicana proseguían los signos de la debacle priísta: en 1997 en los Estados de Campeche, Colima, Nuevo León, Querétaro, San Luís Potosí y Sonora se celebraron elecciones para gobernador, el PRI perdió Querétaro y Nuevo León. En 1998 se realizaron elecciones en 14 estados 10 para gobernador: Aguascalientes, Chihuahua, Durango, Oaxaca, Veracruz, Zacatecas, Tamaulipas, Sinaloa, Tlaxcala y Puebla; el PRI ganó en siete mientras el PAN ganó Aguascalientes y el PRD obtuvo Tlaxcala y Zacatecas.

En el ámbito municipal las cosas no iban mejor: en Morelos, Campeche, Colima, Guanajuato, Nuevo León, Querétaro, San Luís Potosí, Sonora, Tabasco y Jalisco de 298 alcaldías en juego, el PRI retuvo 176, el PAN 78 y el PRD 33; las 11 restantes fueron para otros partidos. Al siguiente año, 1998, en los estados de Aguascalientes, Chihuahua, Durango, Oaxaca, Veracruz, Zacatecas, Tamaulipas, Sinaloa, Tlaxcala y Puebla se eligieron 998 ayuntamientos y los números, que alguna vez fueron absolutamente favorables para el PRI, denotaban una considerable declinación.

Los seis años transcurridos, durante los cuales el gobierno de Vicente Fox no fue capaz de avanzar ni política ni económicamente al país, convirtiendo la ambicionada transición en mediocre y dudosa alternancia, están haciendo crisis, que se ve agravada por la estrecha diferencia de votos entre dos de los aspirantes. Después de una elección en la que la ciudadanía mexicana ha expuesto el grado de madurez alcanzada, una de las partes se ha inconformado y se lanza a una aventura política cuyo desenlace aún no es posible dimensionar. Lo coetáneo del evento altera el observarlo con objetividad meridiana pues, así como el bosque impide ver al árbol, la intermitente sucesión de acontecimientos, en los que a querer o no estamos inmersos, no permite avizorar sin apasionamientos ni precisar las consecuencias.

Por consiguiente, no es difícil que haya quien califique la actitud de López Obrador como un acto de berrinche, de capricho, de desmesura, de intolerancia y hasta de demencia. Tal vez haya algo de cierto en eso, o tal vez no, según quien enfoque. Pero, guardadas todas las previsiones respecto de los hechos que la historia narra; considerando que a esta se le escribe con la tinta de los que triunfan, recuerdo que en algún capítulo del peregrinar juarista, la clase económicamente poderosa de México criticaba al Benemérito que recorría el país con casaca y sobrero, en frío o calor, subido a una vieja y polvosa carroza portando el discurso sobre la dignidad de la patria, de la legalidad y de la defensa de la República. A aquél incansable viajero por el solar de la patria se le tildó de “indígena alocado”, entre otras lindezas.

A contrapelo, quien quiera ver la realidad actual del país como un estricto asunto de leyes e instituciones inalterables e intocables, olvida que a estas la realidad las transforma y que su vigencia permanece hasta en tanto sean compatibles con las circunstancias y las condiciones socioeconómicas y culturales del momento. En el exordio hablamos de Pactos y de reformas electorales a las que se llegó forzadamente, pues no fueron concesiones graciosas del gobierno, a través de esos mecanismos se legisló y se crearon nuevas instituciones y procedimientos, a las que ahora la realidad ha superado manifiestamente.

Si se quiere conservar al país en paz urge la conciencia de un verdadero cambio; se requiere actuar al margen de maniqueísmos de derechas o de izquierdas, porque independientemente del crisol con el que se inicien las reformas, estas tendrán que ser auténticas de otro modo, con paliativos, correremos el severo riesgo de una indeseable convulsión social violenta que nadie desea y a nadie conviene.

2006-09-20

alfredobielma@hotmail.com