COSTUMBRISMO POLÍTICO

Por Alfredo Bielma Villanueva



No cabe duda, la clase política mexicana (grupo de individuos convertidos en casta divina por obra y gracia de la indiferencia ciudadana) sufre de una radical metamorfosis una vez que es víctima del poder que la ciudadanía le delega. Este fenómeno está implícitamente expresado por las causas que lo hacen posible. Los diputados, por ejemplo, repentinamente se encuentran con un universo diametralmente distinto al que apenas días antes acostumbraban cohabitar; aunque ciertamente, de quinientos que son, solo una pequeña burbuja que hace élite es la que promueve el destino de la generalidad, lo demás lo resuelven las facultades constitucionales de que están investidos por obra y gracia de los votantes. De no ser por ello, poco o nada pudiera diferenciarlos de sus conciudadanos, pero las condiciones en que desarrollan su actividad los convierten en seres de privilegiada situación.

Para entender mejor la mudanza basta con enumerar algunas de las canonjías de que gozan: boletos de avión gratuitos (no les cuesta a ellos) al lugar de su residencia y viceversa para que puedan asistir cumplidamente a su trabajo; atención médica de primer mundo por el costo del servicio médico que así mismos se autorizan (cuando deberían atenderse médicamente en donde le corresponde que es en el ISSSTE, como trabajadores del Estado que son); viajes en comisión al extranjero para “representar a México”, según la Comisión de que se trate; viáticos para trasladarse al Distrito en el que fueron electos; pago de asesores, mínimo un chofer, etc. El impacto que estas canonjías produce es difícil de resistir, de allí que se entienda el inmediato cambio y se les escuche hablar pontificando sobre cualquier tema, total, difícilmente algún elector opondrá argumento en contrario. Todo estaría bien, sino fuera porque finalmente su ocupación se reduce a votar por las consignas que les dicta la élite de su bancada partidista, formada por un reducido número de apóstoles de la patria.

Entre los senadores no pudiéramos encontrar mucha diferencia con los diputados, y no exclusivamente por el número; aparte de que son 128, que es bastante crecido y no se justifica por sí mismo, al menos que sea por la imperiosa necesidad de darle cabida presupuestal a mayor número de actores políticos. En la ortodoxia del federalismo original los senadores representaban a los Estados, eran el equilibrio en el Congreso de la Unión, pues cada Estado contaba con dos senadores, independientemente de su demografía. Así, Campeche, Aguascalientes, Tlaxcala, etc., por ejemplo, se igualaban en el Senado de la República con Estados como Jalisco, Veracruz y Estado de México que por su población contaban y cuentan con un abultado número de diputados. Entonces eran 64 senadores los que integraban el senado de la República; pero ahora, con el cuento de la pluralidad, cada Estado DF incluido) tiene cuatro senadores para conferirle mayor “representatividad”; un cuento sacado de la mente de quienes manejan el tinglado de la partidocracia nacional para darle cabida a mayor cantidad de políticos que de otra manera no tendrían donde ir.

En los Estados de la Federación, basta con escuchar lo que declaran los legisladores locales para dimensionar el cambio en su personalidad. Aunque tienen todo el derecho a expresarse como les venga en gana, el mismo de que hacemos uso para pergeñar lo aquí expuesto, de improviso les escuchamos verdaderas peroratas con exaltada fruición. Ya hablan de honestidad en el manejo de los recursos públicos, ya de poner en orden las cosas, ya de legislar para el bienestar general, ya de terminar con la corrupción, pero todo para seguir igual. En descargo, habrá que concederles el beneficio, no de la duda, sino de que de alguna manera tienen que hacer algo para destacar o, al menos, de justificar su onerosa presencia. De cincuenta que son en el caso particular de Veracruz es rescatable un 30%, lo que en términos de proporción y de costo-beneficio no es señal alentadora.

Qué decir de los alcaldes, que tienen a su favor el manejo del erario municipal. Un diputado tiene que rascar parte de sus ingresos para apoyos pecuniarios a algún ciudadano que lo solicite; no ocurre así con los alcaldes, porque si aportan sustentos monetarios se resarcen apelando al presupuesto que, aunque no es de manejo discrecional como lo desearían, sí permite la reposición “y algo más”. Por si fuera poco, en un ambiente de impunidad como en el que hemos vivido, los alcaldes se pueden dar el lujo de colocar en la nómina a sus empleados del servicio doméstico, a familiares y hasta a las amantes que tengan o se vayan consiguiendo por razón del cargo.

La democracia tiene sus riesgos y uno de ellos es el que, por razones del voto, se incluyen en una planilla electoral municipal a ciudadanos de elevada convocatoria popular. Pueden ser, por ejemplo, el carnicero de la esquina que da fiado en su colonia; el panadero que se convierte en líder de su sector; el dirigente de colonos invasores que los esquilma con la protección de su partido gracias al designio clientelar, al cabecilla sindical que proporciona “contingentes” a su partido, etc. Una vez electos, en la distribución de las comisiones edilicias a alguno de ellos le corresponderá, por ejemplo, la de tránsito; y allí en adelante lo tendremos disponiendo el cambio de circulación vehicular de una determinada calle solo porque se le ocurrió o porque así “lo asesoraron”. Lo peor, pero nada raro, es que en el acomodo de sus circunstancias políticas, se pudiera dar el caso de que por esa previa “experiencia” se le nombre director de transito, de turismo, de industria, etc.

Todo eso forma parte de nuestro costumbrismo político nacional y por ello nada nos resulta ya inverosímil. Costumbrismo es escuchar, por caso, a la inteligente Beatriz Paredes, una vez que su partido perdió las elecciones para agenciarse el gobierno de Guerrero, expresar un deslucido argumento: “No hay derrota donde no se gobierna”. No, pues si. Entonces ¿el PRI participo solo por participar? O, cuando escuchamos decir al avispado coordinador del PRD en la Cámara de Diputados, Alejandro Encinas, que su partido perdió Baja California Sur debido a la “pepena” que hizo el PAN del ex perredista Marcos Covarrubias, a quien convirtió en candidato. Una tesis tan peregrina como esa está ayuna de toda autocrítica. Aunque, en su descargo, también dijo que la derrota electoral del PRD se debía a “no tener capacidad de dirimir adecuadamente sus asuntos internos, lo que lleva a un éxodo de militantes hacia otros partidos”.

El dirigente nacional del PRD, Jesús Ortega, haciendo honor a su roma inteligencia, después de perder el gobierno de Baja California Sur, pidió que no “dramaticemos”: “no seamos tan dramáticos, se perdió una elección y a lo largo de la lucha política se pierden elecciones como se ganan. En esta lucha política constante, permanente, nadie puede aspirar, ahora menos, a ganar, siempre está el riesgo de perder una elección”. Beatriz dice que no se pierde sino se gobierna, y Ortega, que pierde cuando gobierna, llama a no dramatizar. Sin palabras.

Protagonistas fundamentales de nuestro costumbrismo político son los medios, que en ocasiones adoptan el cómodo aunque triste camino de la unanimidad indecorosa, como recientemente ocurrió en Veracruz, en donde un gobierno de intensa vocación patrimonialista en el ejercicio del poder los privilegió como nunca se había experimentado; pero a cambio les impuso un sello, como una venganza anticipada de parte de quien por el lamentable gobierno que encabezó espera más de un ingrato olvido; ganado a pulso, eso sí.

alfredobielmav@hotmail.com
Febrero 2011